La Guerra Civil del Alma

Los siguientes párrafos documentan cómo este escritor se degeneró hasta llegar a la actividad criminal. Los hechos son verdaderos y no he cambiado ningún nombre. Lo confieso. Quebranté la ley. Lo que es peor. ¡No tengo intención de dejar de hacerlo!


Mis acciones delictivas empezaron sin quererlo. El camino que tomo hacia mi oficina me lleva hacia el sur a una intersección donde cada persona que vive en Texas da la vuelta hacia el este. Todas las mañanas tengo que esperar largos minutos en una larga fila frente a un semáforo largo, siempre rezongando: «Debe haber una manera mejor». Hace pocos días la hallé. Mientras todavía estaba como a medio kilómetro de la luz, descubrí un atajo, un callejón detrás de un centro comercial. Valía la pena probar. Puse las luces direccionales, di rápidamente la vuelta a la izquierda, les dije adiós a los otros conductores que avanzaban como tortugas y me arriesgué. Esquivé los depósitos de basura y evadí los topes de velocidad y voila. ¡Resultó! El callejón me llevó a la avenida que iba hacia el este con varios minutos de adelanto con respecto al resto de la sociedad.



Lewis y Clark se hubieran sentido orgullosos. A decir verdad, yo lo estaba. Desde entonces siempre salía a la cabeza del grupo. Todas las mañanas, mientras el resto de los automóviles esperaban en fila, me metía en mi autopista privada y calurosamente me aplaudía por ver lo que otros no habían visto. Me sorprendí de que nadie lo hubiera descubierto antes, pero, de nuevo, pocos tienen innatas habilidades navegacionales como las mías.

Una mañana Denalyn iba conmigo.
—Voy a hacerte recordar por qué te casaste conmigo —le dije mientras nos acercábamos a la intersección—. ¿Ves esa larga fila de autos? ¿Oyes la marcha fúnebre de los suburbios? ¿Ves esa monotonía de humanidad? No es para mí. ¡Observa!
Como cazador en safari, salí de la calle de seis carriles a la de un solo carril y le enseñé a mi esposa la autopista directa a la libertad.
—¿Qué te parece? —le pregunté esperando su aprobación.
—Pienso que quebrantaste la ley.
—¿Qué?
—Acabas de recorrer en sentido contrario una calle de una sola vía.
—No es cierto.
—Regresa y compruébalo.
Lo hice. Tenía razón. De alguna manera no había visto el letrero indicador. Mi «carretera menos usada» era una ruta no permitida. Frente a un enorme depósito de basura anaranjado había un cartel: «No entrar». Por eso la gente me miraba tan extrañada cuando veía que me metía por ese callejón. Pensé que sentían envidia; ellas pensaban que estaba loco.
Pero mi problema no es lo que hice antes de saber la ley. Mi problema es lo que quiero hacer ahora, después de conocerla. Piensas que no tengo ganas de usar el callejón, ¡pero las tengo! Parte de mí todavía quiere usar el atajo. Parte de mí quiere quebrantar la ley. (Perdónenme todos los policías que leen este libro.) Cada mañana las voces en mi interior tienen esta discusión.


Mi «debes» dice: «Es ilegal».
Mi «quieres» responde: «Pero nunca me han atrapado».
Mi «debes» recuerda: «La ley es ley».
Mi «quieres» contrarresta: «Pero la ley no es para conductores cuidadosos como yo. Además, dedicaré a la oración los cinco minutos que ahorro».
Mi «debes» no se las traga. «Ora en el automóvil».
Antes de conocer la ley me sentía en paz. Ahora que la conozco ha ocurrido una insurrección. Me destroza. Por un lado sé lo que debo hacer, pero no quiero hacerlo. Mis ojos leen el cartel «No entrar», pero mi cuerpo no quiere obedecer. Lo que debo hacer y lo que termino haciendo son dos asuntos diferentes. Me iba mejor al no saber la ley. tomado de En Manos de La Gracia de Max Lukado.

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