Durante la
Segunda Guerra Mundial un soldado alemán se lanzó a un cráter de mortero fuera
del camino. Allí encontró a un enemigo herido. El soldado caído estaba empapado
en sangre y a minutos de la muerte. Conmovido por la suerte del hombre, el alemán
le ofreció agua. Mediante esta pequeña bondad se formó un vínculo. El moribundo
señaló el bolsillo de su camisa; el alemán sacó de allí una billetera y de esta
unos retratos de familia. Los sostuvo frente al herido para que este pudiera
contemplar a sus seres queridos por última vez. Con las balas silbando por
encima de sus cabezas y la guerra rugiendo a su alrededor, estos dos enemigos
fueron, por unos momentos, amigos.
¿Qué ocurrió en
ese cráter de mortero? ¿Cesó todo el mal? ¿Se arreglaron todas las ofensas? No.
Lo que ocurrió fue simplemente esto: Dos enemigos se vieron cada uno como
humanos necesitados. Esto es perdón. El perdón empieza al elevarse por encima
de la guerra, al mirar más allá del uniforme y al decidir ver al otro, no como
un enemigo y ni siquiera como amigo, sino solo como un compañero de luchas que
anhela llegar seguro a casa.
Tomado de En Manos de la Gracias, de Max Lukado
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