—¿Cuántos años tienes, abuelita?
—Tengo noventa años, Jorgito.
—Eso quiere decir que ya estás muy viejita, ¿verdad?
—No lo creas —replicó la anciana—. Yo soy tan joven como tú.
—¿Qué? ¿Cómo puedes ser tan joven como yo, si no tengo más que once años y tú noventa?
Aunque el niño no podía comprenderlo todo, la abuela contestó con dulzura:
—Todavía me emociono cuando sale el sol; todavía me alegran las
luces del árbol de Navidad; todavía me sorprendo, como tú, con cada
botón de rosa.
—Bueno, ¿y si eres tan joven, por qué estás tan arrugada y temblorosa?
—Es cierto que mi cuerpo está viejo —respondió la abuela
sonriendo—, pero yo sigo siendo joven. Mi corazón es como el de un niño.
Lo único que tengo viejo es el cuerpo.
Jorge, con esa sencillez propia de su edad, preguntó:
—¿Y por qué no consigues un cuerpo nuevecito, abuela?
Ante esto, a la abuela le brillaron los ojos, y contestó emocionada:
—Eso es exactamente lo que pienso hacer un día de estos.
Cinco semanas después, la abuela dormía en su ataúd. ¡Y tenía
toda la razón! Lo único que todos tarde o temprano tendremos viejo es el
cuerpo, porque por dentro tenemos un alma a la que Dios hizo con la
eternidad en mente.
"Todo lo hizo hermoso en su tiempo: y aun el mundo
dió en su corazón, de tal manera que no alcance el hombre la obra de
Dios desde el principio hasta el cabo." Eclesiastés 3:11
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