“Yo sé todo lo
que haces. Sé que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres
tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Pues tú
dices que eres rico, que te ha ido muy bien y que no te hace falta nada; y no
te das cuenta de que eres un desdichado, miserable, pobre, ciego y desnudo.”
Apocalipsis 3:15-17 DHH
La indiferencia es la anestesia de nuestra conciencia. La injusticia no
causa dolor. Lo malo no parece tan malo, mientras no perjudique mi vida o de
los cercanos a mí. Perdemos los absolutos y nos gusta ver los matices porque no
hay que tomar decisiones. La indiferencia nos hace perder la sensibilidad. Se
hace lo que se cree que es bueno, no hay convicciones firmes, sino solo opiniones.
La indiferencia es fatal para el alma porque nos quita el entusiasmo
para emprender y aprovechar nuevas oportunidades y nos convierte en pesimistas.
Nos hace darle la realidad y sentir una nula necesidad de hacer algo por
cambiar y mejorar el destino de nuestra comunidad. En el plano espiritual es
mucho peor. Malaquías dibuja un cuadro patético de la forma en que un corazón
se despreocupa de lo importante y su dejadez empieza a reinar en él.
La indiferencia nos hace perder
el respeto por las cosas santas:
“El
Señor todopoderoso dice a los sacerdotes: «Los hijos honran a sus padres, y los
criados respetan a sus amos. Pues si yo soy el Padre de ustedes, ¿por qué
ustedes no me honran? Si soy su Amo, ¿por qué no me respetan? Ustedes me
desprecian, y dicen todavía: “¿En qué te hemos despreciado?” Malaquías
1:6 DHH.
Observen el cuadro. Los
encargados del servicio a Dios habían perdido el deseo de servir a Dios. Acaban
de pasar por una conquista y un exilio de 70 años, en los que Dios los libró de
muchas cosas. Sin embargo, quienes llevaban el liderazgo espiritual,
insensibilizaron su alma, con un aire de soberbia y desinterés, le dicen a
Dios: ¿Cuál ha sido el acto de desprecio que hemos hecho?
La apatía los había convertido
en ciegos. Tocaban lo sagrado con la inercia que produce la rutina. Es como tener
el talento de hablar en público y creer que predicar es un show donde la gente
nos debe admirar, sin prepararnos y buscar el rostro de Dios. Cuando se nos
olvida que es un mensaje divino y no nuestro. Cuando nuestro talento es
suficiente para emitir bellas notas en algún instrumento o nuestro tono de voz
es tan delicado que produce sensaciones agradables y lo hacemos con la
seguridad de que toda la ejecución saldrá perfecta, pero tiene el mismo toque
sagrado de que se cante la última canción de grupos seculares.
La rutina es ese tipo de cáncer
que produce la indiferencia que nos hace ver Su Presencia como algo cotidiano,
algo dado por sentado y que pierde su esplendor. Nos hace perder el asombro antes las obras de Dios y
empezamos a pensar que somos nosotros los que hacemos los milagros, que podemos
mover la presencia de Dios a nuestro antojo. Eso es desprecio. Eso nos
arruinará para siempre. Cuidado con caer en la tentación de tocar con manos
impuras las cosas divinas, porque lo único que traerá a nuestra vida es desviación
al propósito original de Dios.
La
indiferencia nos hace bajar o eliminar los estándares de Dios:
“Ustedes
traen a mi altar pan indigno, y preguntan todavía: “¿En qué te ofendemos?”
Ustedes me ofenden cuando piensan que mi altar puede ser despreciado y que no hay nada malo en ofrecerme animales ciegos, cojos o
enfermos.» ¡Vayan, pues, y llévenselos a sus gobernantes! ¡Vean si ellos les
aceptan con gusto el regalo! 9 Pídanle ustedes a Dios que nos tenga compasión.
Pero si le hacen esa clase de ofrendas, no esperen que Dios los acepte a
ustedes con gusto.” Malaquías 1:7-9 DHH
La
peor ofensa que le podemos hacer a Dios es entregar una adoración donde no haya
corazón. Dios detesta la alabanza hipócrita donde está excelentemente ejecutada
pero que no lleva nada de rendición, humildad y sinceridad. No se habla
exclusivamente de los cantos, sino de todo nuestro estilo de vida. Cuando
creemos que podemos actuar como deseamos, hacer lo que queramos, ir a cualquier
lugar, vestirnos sin límites, porque al final lo que Dios mira es el corazón.
Cuando bajamos los estándares divinos, estamos tratando de burlarnos de Dios.
Esto en pocas palabras es perder el temor de Dios.
Ese
temor de Dios es lo que hizo a José huir de la tentación sexual. Lo que hizo a
Pablo soportar prisiones, apedreamientos y burlas. Lo que nos hace parecer retrógrados
en un mundo “progresista”. El temor de Dios es la capacidad de decir NO, cuando
todos dicen que no hay nada malo en hacerlo. El temor de Dios es mantener las
convicciones firmes, cuando las opiniones de los expertos son que todo es relativo.
El temor de Dios es la capacidad de ser tentado, pero tomar la decisión
correcta. Es esa capacidad de no rebajar los límites, para sentir placer. Es amor.
Es fe. Es caminar seguro que va nuestro lado dándonos protección pero que a la
vez observa todas nuestras actitudes. El temor de Dios nos permite cambiar.
Vivir. Verlo. Conocerlo. Respetarlo. Nos hace recordar que somos sus
representantes y por ende, tenemos enormes responsabilidades. No podemos dejar
de llamar al pecado, así. No podemos vivir a nuestra manera.
La indiferencia provoca que
Dios se sienta harto de nuestra mala actitud.
El
Señor todopoderoso dice: «¡Ojalá
alguno de ustedes cerrara las puertas del templo, para que no volvieran a
encender en vano el fuego de mi altar! Porque no estoy contento con ustedes ni
voy a seguir aceptando sus ofrendas. En todas las naciones del mundo se me honra; en todas partes
queman incienso en mi honor y me hacen ofrendas dignas. En cambio, ustedes me ofenden, pues piensan
que mi altar, que es mi mesa, puede ser despreciado, y que es despreciable la
comida que hay en él.” Malaquías 1:10-12 DHH
Dos palabras saltan en este
fragmento: Honor y Desprecio. Ambas son antagónicas. El desprecio es una
intensa sensación de falta de respeto o reconocimiento y aversión. El honor es
el acto en el que se respeta y se reconoce el poder y las cualidades de otro.
El problema es cuando se irrespeta a Dios en nuestra manera de vivir, cuando lo
deseamos fuera de nuestra vida privada pero que nos cuide y proteja en nuestra
vida pública. Despreciamos a Dios cuando nos dedicamos a esperar lo que nos
puede dar, pero es una ofensa para nosotros que Él exija un poco de nosotros.
Cuando somos retados a cambiar de vida y pensamos que eso es injusto. Eso es
desprecio. Dios está cansado de que combinemos lo inmundo y lo santo. Nos
recuerda que no puede haber comunión entre lo sagrado y lo profano. No podemos
seguirlo de lejos. No debemos ser tibios.
Ya no podemos seguir
sacrificando lo que nos sobra. Al leer
este fragmento, solo puedo recordar las palabras de David en su salmo 51: “El sacrificio que sí deseas es
un espíritu quebrantado;
tú no rechazarás un corazón arrepentido y quebrantado, oh
Dios.” Porque esa es la clave. Eso cambiará en la
medida que nos entreguemos y veamos a Dios como quién es.
La
indiferencia produce que los privilegios se vean como una carga
“Ustedes
dicen: “¡Ya estamos cansados de todo esto!” Y me desprecian. Y todavía suponen
que voy a alegrarme cuando vienen a ofrecerme un animal robado, o una res coja
o enferma.
¡Maldito sea el
tramposo que me promete un animal sano de su rebaño y luego me sacrifica uno
que tiene defecto! Yo soy el gran Rey, y soy temido entre las naciones.» Esto
dice el Señor todopoderoso.” Malaquías 1:13-14
Lo último pero lo más indignante es cuando la vida cristiana nos causa
fastidio. Cuando nos cansa el privilegio de ser hijos de Dios. Cuando olvidamos
que nos liberó de la carga del pecado. Valíamos menos que nada pero nos dio
estima y un nombre. Cuando nos sanó de la amargura, del odio y de la tristeza.
Cuando nos recogió de ese horrible hoyo que llamábamos vida y nos dio una nueva
oportunidad. Recuerda cuando vendía su cuerpo al mejor postor, cuando se
buscaba amor en cualquier cama, necesitaba de estupefaciente para sobrevivir.
Dios nos sacó de allí y nos regaló vida eterna. Ahora parece distante. Parecemos
mejores que otros. Nunca olvidaré esta reflexión de un enorme escritor, Max
Lucado: “Un cerdo al compararse con otro, puede parecer más limpio. Sin
embrago, al compararse con un ser humano, ese animal siempre estará sucio. Al
igual el hombre con Dios.”
En esa mejora nuestro orgullo sobresale y sacamos a Dios de nuestra
vida. Nos cansamos de la bondad, honestidad e integridad. La santidad se ve
como algo inalcanzable, pero que a la vez no es necesario buscar y entonces,
preferimos ver atrás. Cuando lo malo no parecía tan malo y lo bueno era
opcional. Cuando vivir a nuestra manera era mejor que nada porque siempre había
risas y otros placeres. Entonces de ese privilegio, se ve como una carga que ya
no queremos llevar y la dejamos. Agravando nuestra situación y llevándonos nuevamente
a la debacle espiritual.
Difícil cuadro que nos deja la indiferencia. La reflexión es: ¿En este
momento estoy en alguno de estos momentos de la apatía espiritual?, ¿Qué puedo
hacer para salir de allí?
1. Evalúa
tus convicciones. Si la solidez de tus creencias es menor a las originales es
necesario regresar y establecerlas nuevamente. Es necesario regresar a los
principios.
La indiferencia es la anestesia de la conciencia |
3. No toques
con manos impuras las cosas santas: Todos pecamos en cualquier momento. Nadie puede
dejar de hacerlo por nuestra condición humana. Sin embargo, que ese tipo de vida
no te condicione y vivas una doble vida. Si tienes que ministrar siempre revisa
tu ser y encomienda tus pasos a Dios. Se vigilante de cada acto. Toma acciones
preventivas y correctivas para mejorar tu vida. Recuerda que debemos ser luz en
medio de las tinieblas.
4. No seas
irreverente ante Dios. Él se merece la gloria, la honra, el honor, la majestad
y suyo es el poder. ¿No crees que es motivo suficiente para siempre dar lo
mejor de ti y ser un mejor hijo de Dios cada día?
5. Nunca le
pongas el traje de privilegio a tu ministerio. Tener un ministerio es una
responsabilidad grande. No trate de aprovecharte de él. No te sientas superior
a nadir, recuerda que el principio del
reino de Dios es primero servir y luego seguir sirviendo. Eso es lo que nos
hace grandes.
6. Que cada
vez que adores a Dios lo hagas como la primera vez. El término primer amor te
ayudará a mantener con el mismo deseo de estar cerca de Dios cada día.
7. No
pierdas el temor de Dios. Esto no necesita explicación. Nunca pierdas el temor
de Dios.
8. Nunca
veas como rutina tu vida cristiana. No puede tener dos vidas: la de la iglesia
y la de la casa. Es una sola. No pierdas la perspectiva.
9. Camina siempre
en búsqueda de la santidad.
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