Sobre sus hombros descansa la autoridad
y se le han puesto estos nombres:
Hacedor de grandes planes,
Dios invencible,
Padre eterno,
Príncipe que trae la paz.
La grandeza de su autoridad y paz no tendrá fin.
Reinará en el trono y en el reino de David.
Lo establecerá y sostendrá con la justicia y el derecho desde ahora y para siempre.
Todo esto será posible, debido al amor intenso del SEÑOR Todopoderoso.
Isaías 9:6-7
Diciembre es un mes cargado de simbolismos. Un mes lleno de muestras de cariño y amor, donde el mundo nos presenta dos figuras dominantes: Santa Claus, símbolo de consumo y de la necesidad de vincularnos por medio de cosas de valor, y el Grinch, una caricatura que, a pesar de su rostro desencajado y molesto, nos recuerda que los regalos no llenan el corazón. Pero ambas, aunque opuestas, pueden distraernos del centro verdadero de lo que festejamos. Ambas corren el riesgo de convertirse en protagonistas de una celebración que nunca les perteneció.
La Navidad no es un mercado ni solo una emoción: es una declaración eterna de Dios a la humanidad, donde nos muestra su amor único, accesible y universal. Isaías 9:7, en su parte final, nos deja esta maravillosa frase: “Todo esto será posible, debido al amor intenso del SEÑOR Todopoderoso.” No fue una estrategia humana, fue una iniciativa divina.
La Escritura no dice que el Padre nos envió cosas, o nos hizo sentir bien, o nos emocionó con una presentación de la belleza del Cielo. No, no hizo eso. Dios nos entregó lo mejor del Cielo: “nos dio a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). El cielo no celebró con adornos, sino con obediencia, humillación y amor sacrificial. “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1:14).
Dios no gritó su amor desde lejos y luego desapareció dejando a su creación desamparada; descendió. Caminó entre pecadores. Sintió el peso del cansancio, el rechazo y finalmente la cruz, todo por amor al sello de su creación (la humanidad), una humanidad frágil, rebelde y necesitada de redención, que, siendo sinceros, no es proclive a buscarle, amarlo y vivir conforme a su deleite.
Basta observar la actitud de Dios y las acciones del hombre detalladas en Isaías 53:3: “Fue despreciado y rechazado: hombre de dolores, conocedor del dolor más profundo. Nosotros le dimos la espalda y desviamos la mirada; fue despreciado, y no nos importó.” Aquí se revela el contraste más doloroso de la historia: un Dios que ama y una humanidad que rechaza.
Santa Claus nos enseña, sin querer, cómo el corazón humano intenta reemplazar la gloria de Dios con objetos. Regalos sin arrepentimiento. Alegría sin santidad. Celebración sin Cristo. Pero la Biblia es clara: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?” (Marcos 8:36). No es pecado dar regalos; es tragedia olvidar al Dador supremo. El problema no es lo que damos, sino a quién quitamos del centro.
El Grinch, en su historia, descubre algo profundo: el amor no se mide en paquetes. Y aquí la Escritura vuelve a confrontarnos: “Si repartiese todos mis bienes… y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13:3). El verdadero amor no nace del sentimentalismo, sino de la cruz. No es emoción pasajera ni olvidadiza; es entrega trascendental. Es un amor que cuesta, que hiere el orgullo y que transforma el corazón.
La belleza real de estas fiestas no está solo en reunir a la familia —aunque eso es un regalo— sino en reconocer que el cielo abrió sus puertas. Que Dios cumplió su promesa. Que “el pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz” (Isaías 9:2).
Esta fiesta nos recuerda que, a pesar del esfuerzo humano por buscar a Dios, nunca se pudo alcanzar su santidad; y Dios, sin bajar sus estándares, se acercó a la humanidad y nos salvó. La Navidad es la evidencia de que la salvación no nace del esfuerzo humano, sino de la gracia divina.
La Navidad es una referencia clara de que Cristo vino a salvarnos de las consecuencias del pecado y a reconciliarnos con el Padre.
Y aquí está el llamado: Cristo es el centro de la Navidad y debe ser el centro de nuestra vida.
Festejemos esa oportunidad gloriosa. La humanidad tiene la oportunidad de encontrarse con la divinidad sin mediadores humanos y sin tributos pesados. Solo con una adoración sincera y la entrega de nuestra vida para dignificar al único Digno, Santo y Poderoso. No se trata de agregar a Cristo a nuestra agenda, sino de rendirnos a su señorío.
Gocémonos por el plan maestro de Dios y por su amor incondicional.
Celebremos, sí. Compartamos, sí. Pero temblemos también ante esta verdad: Dios se hizo hombre para que hombres muertos en pecado pudieran vivir. Si eso no transforma nuestra manera de vivir, entonces no hemos entendido la Navidad.
Cristo no nació para ocupar un espacio en la fiesta.
Nació para ser el centro de todo.
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