“No vivan según el modelo de este mundo. Mejor dejen que Dios transforme su vida con una nueva manera de pensar. Así podrán entender y aceptar lo que Dios quiere y también lo que es bueno, perfecto y agradable a él.” Romanos 12:2
Arthur Helps, un prominente escritor inglés escribió algo que me parece muy interesante compartir: “Mantén los pies en la tierra, pero deja que tu corazón se eleve tanto como pueda. Niégate a ser mediocre o a rendirte a la frialdad de tu entorno espiritual”. Y es que, en ocasiones en el mundo cristiano, hablar de excelencia o de vivir una vida extraordinaria muchas veces genera sospecha. Algunos lo confunden con orgullo, ego o vanidad; pero la excelencia no es arrogancia; es obediencia. No es autoexaltación; es mayordomía. No es competir con otros; es honrar lo que Dios depositó en ti. Es aprovechar aquellos regalos, dones o talentos que Dios nos ha entregado para cumplir con su propósito para nuestras vidas.
Al leer las Escrituras, se observa que la humanidad es impulsada y motivada a una vida transformada por medio de la acción del Espíritu Santo que conlleva a ser diferente, a no tomar patrones de conducta perjudiciales, a vivir en santidad y también a ser productivos, a utilizar bien nuestro tiempo, a trabajar con empeño y dedicación, a dar frutos que hagan sonreír a Dios y que los demás los vean con agrado y sin lugar a dudas, el tema de la diligencia como factor clave para abrirnos a nuevas oportunidades.
Ahora bien, la gran pregunta es: ¿Cómo vivir por encima del promedio? ¿Cómo alcanzar una vida plena, donde la luz de Cristo brille a través de nosotros al punto de inspirar a muchos a creer en Él como su Señor y Salvador? No es un proceso sencillo, pero sí profundamente necesario. Hace un tiempo leí en un libro de Charles Swindoll, “Cómo vivir sobre el nivel de la mediocridad: Un llamado a la excelencia”, algo que estremeció mi corazón. Swindoll mencionaba que en las últimas ediciones de la revista Time no aparecía ningún cristiano entre las personas más influyentes de la cultura. Ese dato, aunque parezca simple, es alarmante: revela que o hemos levantado una subcultura cristiana cerrada en sí misma, o la Iglesia no ha logrado reflejar plenamente la visión de Cristo de ser sal de la tierra y luz del mundo. Entiendo que la Iglesia no existe para disputar poder político, pero sí para transformar la comunidad, impactar el entorno y elevar la calidad espiritual y humana de la sociedad donde Dios nos plantó.
Ante esto, creo que hay tres premisas esenciales para que los cristianos vivamos por encima del promedio y realmente logremos incidir en la cultura. La primera es trabajo duro, arduo y enfocado; la segunda es usar nuestros dones con determinación y pasión; y la tercera es practicar una diligencia que honre a Dios.
Y permíteme insistir en la primera, porque vivimos en una época donde muchos quieren resultados sin sacrificio, influencia sin responsabilidad y plataformas sin procesos. Pero el Reino no funciona así. Dios no unge perezosos. El Cielo respalda a los que se arremangan la camisa, a los que madrugan, a los que se mantienen cuando otros se cansan, a los que hacen lo correcto incluso cuando nadie los está viendo. Por eso Salomón escribió: “Cada vez que encuentres un trabajo que hacer, hazlo lo mejor que puedas. En el sepulcro no hay trabajo, ni pensamiento, ni conocimiento ni sabiduría; y para allá vamos todos.” (Eclesiastés 9:10, PDT).
Esta no es solo una exhortación laboral; es un llamado existencial. Es como si Dios nos dijera: “Hazlo ahora, hazlo bien, hazlo con todo, porque no tendrás una segunda vuelta en esta vida”. El trabajo duro no es castigo, es parte del diseño divino para desarrollar nuestro carácter, convertir potencial en fruto y permitir que otros vean a Cristo a través de la excelencia con la que hacemos lo cotidiano. Cuando trabajamos con intensidad, enfoque y disciplina, enviamos un mensaje silencioso pero poderoso: que la gracia que opera en nosotros es demasiado grande como para vivir una vida sin dar lo mejor siempre.
En cuanto a usar nuestros dones, es fundamental entender que no son un adorno ni una licencia para la comodidad: son una asignación divina. Es como si Dios dijera: “Le daré a Juan la capacidad de ser un excelente atleta para que mi nombre sea glorificado a través de él”. Cada talento depositado en nosotros es un llamado a la responsabilidad, a la pasión y a la excelencia. Cuando decidimos usar ese don con intención y enfoque, deja de ser solo potencial y se convierte en una llave que abre puertas y genera influencia real. La Escritura lo afirma sin rodeos: “El don del hombre le abrirá camino y lo llevará delante de los grandes.” (Proverbios 18:16, RVR1960). Esto nos exige no ser tibios. Nos exige administrar bien lo que se nos fue entregado porque lo que Dios nos ha dado no es pequeño; es estratégico. No es casual; es intencional. No es débil; es un diseño del Creador para entretejer nuestro destino y el de muchas otras personas.
Cuando el don es desarrollado, pulido y entregado a Dios, se convierte en una fuerza que nos posiciona más allá de lo común. Y es entonces cuando el siguiente principio se activa:
“¿Has visto a un hombre solícito en su trabajo? Delante de los reyes estará” (Proverbios 22:29 RVR1960). La diligencia no vive del aplauso ni del reconocimiento. Vive de la disciplina porque no solo busca trabajar mucho o parecer ocupado, busca hacer el trabajo bien; no trata de correr sin dirección, se mueve con propósito. La diligencia nos permite entender que necesitamos orden, constancia y fidelidad en todo. Además, nos enseña la importancia de la puntualidad, del cumplimiento y tener una mentalidad de mejorar siempre. Alguien escribió una vez que “lo que somos en lo secreto es lo que determina lo que Dios puede confiar en público”, y la diligencia precisamente forja ese hombre interior que no se detiene a pesar de las inclemencias del entorno.
Ser diligente es presentarle a Dios no excusas, sino avances. Es esforzarse para contribuir a la meta. Es avanzar en silencio hasta el final con perseverancia.
Pero hay algo más profundo aún: el don no fue dado solo para un deleite privado. Dios nunca entrega talentos para que los enterremos en agendas personales; los entrega para convertirlos en puentes, respuestas y semillas que alimenten la vida de otros. Dios no nos posiciona únicamente para bendecir a uno, sino para que nos convirtamos en bendición. Y es precisamente en ese punto donde lo extraordinario ocurre: cuando todo lo que haces, lo haces “como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3:23).
¿Qué se puede concluir de todo esto? Vivir por encima del promedio es un vivir los valores eternos donde el trabajo duro, los dones usados con pasión y la diligencia diaria se convierten en instrumentos que Dios usa para transformar ambientes, influir culturas y tocar corazones. Ese es el llamado: caminar con excelencia no para inflar nuestro nombre, sino para exaltar el nombre de Aquel que nos llamó de las tinieblas a Su luz admirable. Y cuando decides vivir así —sin mediocridad, sin excusas, sin rendirte a la comodidad— entonces la vida se convierte en un testimonio que Cristo desea usar a cualquier persona que se disponga a caminar con Él y vivir por encima del promedio.
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