Hace muchos años, en un pueblo del oeste norteamericano un hombre mató a un amigo en un momento de ira. Aquel hecho no se correspondía con su conducta habitual. Este hombre no tenía antecedentes penales. Era un ciudadano respetable, una persona estimada por todos sus conciudadanos.
El juez lo sentenció a morir en la horca.
Conmovidos por aquel fallo judicial, sus familiares y amigos hicieron circular una petición por todo el estado. Miles de personas lo firmaron. En ella apelaban al gobernador para que perdonara al reo. La reacción de la ciudadanía tocó el corazón del gobernador. Luego de meditar acerca del caso durante un tiempo considerable, decidió perdonar al condenado. Pero para probar su sinceridad, el gobernador decidió ir personalmente a llevarle el documento del perdón. Se vistió como un ministro religioso, y llegó a la prisión con documento en mano. El prisionero, sin embargo, rehusó verlo.
Los guardias lo animaron a que por lo menos aceptara una corta visita, pero se negó rotundamente. ¿Por qué tenía él que hablar con un predicador? Él no quería saber nada de religión.
Un par de horas más tarde el alcalde visitó al prisionero y le contó que el gobernador había estado allí con el documento de perdón. Profundamente desilusionado, el joven le escribió una carta al gobernador pidiéndole disculpas. El gobernador simplemente escribió en la parte superior de la carta: “Este caso no es de mi incumbencia” Cuando las autoridades finalmente llevaron al prisionero a la horca, alguien le preguntó: ¿Desea decir algo? Su respuesta fue escueta pero significativa: “No me llevan a la horca por mi crimen. Me van a ejecutar porque rechacé el perdón”.
Muchos nos quejamos de porqué Dios ha dejado el infierno como lugar de castigo para aquellos que no creen en Él, pero no nos damos cuenta que Él ha abierto las puertas de los cielos de par en par a través del sacrificio de Jesucristo en la cruz. No nos damos cuenta de nuestra ignorancia y nuestra altanería. No somos lo suficientemente buenos. No somos capaces de tomar buenas decisiones. Nuestra capacidad de evitar el pecado es la misma que la de un globo de soportar la punta de un pequeño alfiler. Hemos probado el amargo sabor de la culpa. La vez que golpeamos con objetos, manos o palabras a otros. La vez que infligimos una herida en el alma de nuestros seres amados. Esa culpa amarga que nos aleja de Dios, que cierra nuestros oídos al tierno sonido del perdón, que no nos permite ver los brazos abiertos de nuestro creador.
Es entonces que clamamos por justicia. No somos lo suficientemente malos para que Dios nos condene. Ese es el gran problema. Nos comparamos con otros y muchas veces siempre es con aquel que hace más cosas malas que nosotros. La justicia de Dios no nos mide porque tan bueno seamos, sino dónde está puesta nuestra fe. Fe en ti mismo, fe en la religión, fe en tu capacidad moral o la fe en el Hijo de Dios. Esto marcará la diferencia entre llegar al Cielo o no. Solo hay un camino. Juan 14:6 lo describe perfectamente: "—Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie puede ir al Padre si no es por medio de mí."
Así como el hombre de nuestra historia. Probablemente seamos irreprensibles. Nuestras palabras son tan blancas como la nieve. Nuestras acciones nos permiten ayudar a otros y darnos al 100%. Hemos sido boy scout o ganadores de premios de conducta y logramos denominaciones como "amigo de los pobres"; sin embargo, en algunas ocasiones la envidia ha tocado las puertas del corazón y la hemos dejado que se instale y tome control del corazón. Nos hemos sentido demasiado buenos y hemos dejado que el orgullo reine nuestras acciones. Ante tal situación, la balanza de nuestros errores siempre será mayor que lo bueno que podemos hacer. Así que solo hay una solución: La cruz. El lugar donde una ejecución y un lugar de muerte para Cristo se convirtió en el lugar donde encontramos vida. Donde sucedió el momento más oscuro de la humanidad, iluminó nuestra eternidad. Un lugar donde hubo burlas, golpes y ofensas, se convirtió en el lugar donde la santidad adquiere un significado hermoso.
En fin, es muy fácil ser malo, pero es aún más fácil ser perdonado. Solo creer en Cristo y dar un giro radical a la vida. Una nueva vida en Cristo pasa por que el corazón crea y la mente actúe diferente. Significa tomar la cruz y seguir a Cristo. Batallar día a día contra el pecado. No dejar de pecar pero acudir siempre a la fuente de misericordia y vivir confiando en Jesús. Así, al momento de llegar a la eternidad evitaremos decir las palabras del hombre de nuestra historia: “No me llevan a la horca por mi crimen. Me van a ejecutar porque rechacé el perdón”.
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